ACTIVIDAD 2.- IDENTIFICACIÓN DE ELEMENTOS ORTOGRÁFICOS
ELEMENTOS A IDENTIFICAR
1. Sustantivos ..... 2. Adjetivos ..... 3. Adverbios .....
4. Preposiciones ..... 5. Conjunciones ..... 6. Pronombres .....
7. Verbos ..... 8. Uso correcto de la “b”, “v”, “ll”,” y”, ”s”, ”c”, ”z” y “h”
Coraline descubrió la puerta al poco tiempo de mudarse de casa.
El edificio era muy antiguo: tenía un desván debajo del tejado, un sótano al que se accedía desde la planta baja y un jardín cubierto de vegetación lleno de viejos árboles de gran tamaño.
La familia de Coraline no ocupaba toda, ya que era demasiado grande. Ocupaba sólo una parte de esta.
En la vieja mansión y otras personas.
La señorita Spin y la señorita Forcible vivían debajo de Coraline, en el primer piso. Eran dos ancianas regordetas que compartían su vivienda con un montón de viejos Terriers escoceses que tenían nombres como Hamish, Andrew o Jock. Ambas habían sido actrices, como le contó la señorita Spink a Coraline cuando se conocieron.
—Ya ves, Caroline —dijo la señorita Spink, confundiendo el nombre de Coraline—. En nuestra época, la señorita Forcible y yo fuimos actrices famosas. Nos presentábamos en todos los escenarios, cielo. Oh, no dejes que Hamish coma pastel de frutas o se pasará toda la noche despierto por culpa del estómago.
—Me llamo Coraline, no Caroline. Coraline —la corrigió la niña.
Encima del piso de Coraline, en el tercero, bajo el tejado, vivía un anciano excéntrico que tenía un gran bigote. Le contó a Coraline que estaba adiestrando ratones para un circo. No permitía que nadie los viera.
—Un día, mi pequeña Caroline, cuando estén preparados, el mundo entero admirará los prodigios de mi circo de ratones. Me has preguntado por qué no puedes verlos ahora. ¿No es eso lo que me has dicho?
—No —respondió Coraline con paciencia—. Le he dicho que no me llame Caroline. Me llamo Coraline.
—La razón de que no puedas ver el circo de ratones —le explicó el hombre del piso de arriba a ella— es dado que aún no están listos, necesitan más ensayos. Además, se niegan a interpretar las canciones que les he compuesto. Todas las canciones que he escrito para los ratones son graves, del tipo «umpa, umpa»; pero los ratones blancos sólo tocan cosas aflautadas, algo así como «turururu». Voy a probar con diferentes tipos de quesos.
Coraline no creyó que existiera el circo de ratones. Pensó que, probablemente, se trataba de un invento del anciano.
Al día siguiente de cambiarse de casa, Coraline fue a explorar.
Recorrió el jardín, que era grande. Al fondo había una antigua cancha de tenis, pero en la casa nadie practicaba ese deporte: la valla que rodeaba la pista tenía agujeros, y la red estaba totalmente deshecha. Había una vieja rosaleda llena de rosales enanos consumidos por los insectos; un jardincito rocoso que era todo piedras, y un corro de brujas, es decir, un grupo de húmedos hongos venenosos de color marrón que olían fatal si se pisaban accidentalmente.
También había un pozo. Al día siguiente de que la familia de Coraline llegase a la casa, la señorita Spink y la señorita Forcible advirtieron a la niña con gran insistencia de lo peligroso que era, y le aconsejaron que no se acercase a él. Por eso Coraline decidió investigar, para saber dónde estaba el aquello y mantenerse después a una distancia prudencial.
Lo encontró al tercer día, ante un prado lleno de matas que había junto a la cancha de tenis, detrás de una arboleda. Era un círculo de ladrillos de poca altura, semioculto entre las altas hierbas. Para que nadie se cayese dentro, el pozo tenía una tapa de tablas de madera. En una había un agujerito, y Coraline se pasó toda una tarde lanzando piedrecitas y bellotas por allí, y esperando a oír el «plof» que hacían al hundirse en el agua, muy abajo.
Coraline buscó también animales. Encontró un erizo, la piel de una serpiente (pero no a su dueña), una piedra que parecía una rana y un sapo que parecía una piedra.
Había además un altivo gato negro que se sentaba entre los muros y los troncos de los árboles y la observaba, pero cuando se acercaba para jugar con él escapaba. Y así pasó las dos primeras semanas en la casa: explorando el jardín y los alrededores.
Su madre la llamaba para comer y cenar. Coraline tenía que abrigarse bien antes de que volviese a salir, porque el verano estaba resultando muy fresco. Salía todos los días a explorar, hasta que comenzó a llover y tuvo que quedarse en casa.
—¿Qué voy a hacer ahora? —preguntó Coraline.
—Lee un libro —respondió su madre—. Pon una cinta de vídeo. Juega con tus juguetes. Vete a dar la lata a la señorita Spink o a la señorita Forcible, o al viejo loco del piso de arriba.
—No —replicó la niña—. No quiero hacer eso, lo que yo quiero es explorar. —No me importa lo que hagas —comentó su madre—, mientras no te metas en líos.
Coraline se asomó a la ventana y contempló la lluvia. No era de ese tipo de que te permite salir y caminar, era muy diferente, de la que cae a chorros del cielo y se aplasta contra la tierra. Era una lluvia implacable que en aquel momento estaba convirtiendo el jardín en un espeso lodazal.
Coraline había visto todos los vídeos, se aburría con sus juguetes y ya había leído todos sus libros.
Encendió el televisor y puso varios canales, pero sólo había programas de opinión y hombres trajeados que hablaban del mercado de valores. Luego por fin encontró algo interesante: era la segunda parte de un documental que trataba de la coloración protectora. Vio animales, pájaros e insectos que se disfrazaban de hojas, de ramitas o de otros animales para protegerse de elementos dañinos. Le gustó mucho, pero acabó enseguida, y a continuación había un programa sobre una fábrica de pasteles.
Era hora de que hablara con su padre.
El padre de Coraline estaba en casa. Ellos trabajaban con ordenadores, de modo que pasaban mucho tiempo en casa. Cada uno tenía su propio despacho. —Hola, Coraline —le saludó su padre cuando entró, sin darse la vuelta. —Hum —repuso la niña—. Está lloviendo.
—¿Lloviendo? —replicó su padre—. Está diluviando.
—No —lo corrigió Coraline—. Sólo está lloviendo. ¿Puedo salir?
—¿Qué ha dicho aquella?
—Ha dicho: «No vas a salir con este tiempo, Coraline Jones.»
—Pues ya lo sabes.
—Pero yo quiero seguir explorando.
—Entonces explora el piso —sugirió su padre—. Mira, aquí tienes una hoja y un lápiz. Cuenta todas las puertas y ventanas. Apunta qué cosas hay de color azul. Organiza una expedición para descubrir el termo de agua caliente. Y déjame trabajar en paz.
—¿Puedo ir al salón?
La familia Jones tenía los muebles más caros (e incómodos) en el salón. Se los había dejado la abuela de Coraline al morir. A Coraline no le permitían entrar allí. En realidad, nadie iba al salón. Estaba de exposición.
—Con la condición de que no hagas un estropicio. Y no toques nada. Coraline lo pensó detenidamente y luego tomó el lápiz y el papel y se dedicó a explorar su casa.
Encontró el termo de agua caliente, que estaba dentro de un armario de la cocina. Contó todas las cosas de color azul: ciento cincuenta y tres.
Contó las ventanas: veintiuna.
Contó las puertas: catorce.
De las puertas que vio, trece abrían y cerraban normalmente. La otra (una gran puerta de madera tallada de color castaño, que estaba en un rincón del salón) estaba cerrada con llave. Entonces le preguntó a su madre:
—¿Adónde conduce esa puerta?
—A ningún sitio, cariño.
—Tiene que llevar a alguna parte.
Su madre negó con la cabeza.
—Ya verás —le dijo a Coraline.
Se estiró y tomó un manojo de llaves que estaban sobre el marco de la puerta de la cocina. Las ordenó con cuidado y eligió la más vieja, la llave más grande, la más renegrida y oxidada. Se dirigieron al salón y la madre la introdujo en la cerradura de la puerta, que enseguida se abrió.
La madre de Coraline tenía razón: no conducía a ninguna parte. Daba a una pared de ladrillos.
—Cuando en esta casa había sólo una vivienda —explicó la mujer—, la puerta llevaba a algún lugar. Pero cuando la dividieron en pisos, decidieron tapiarla con ladrillos. Al otro lado hay un piso vacío, en el extremo opuesto de la casa, que está en venta.
Cerró la puerta y volvió a dejar las llaves en su sitio.
—No la has cerrado con llave —observó Coraline.
La madre se encogió de hombros.
—¿Y para qué iba a hacerlo? No va a ningún lado.
Coraline no dijo nada.
Afuera había oscurecido y la lluvia seguía cayendo: tamborileaba sobre las ventanas y empañaba los faros de los coches que circulaban por la calle. El padre de Coraline acabó su trabajo y preparó la cena.
A Coraline no le gustó nada.
—Papá —se quejó—, has vuelto a hacer una de tus recetas.
—Es un guiso de patatas y puerros aderezado con estragón y queso gruyer fundido —confesó.
Coraline suspiró. Luego se dirigió al congelador y sacó patatas fritas precocinadas y una mini pizza para hornear en el microondas.
—Sabes muy bien que no me gustan esas recetas —le dijo a su padre mientras la cena giraba y los numeritos rojos del microondas descendían hasta el cero. —Si las probaras desde luego, a lo mejor te gustarían —sugirió él, pero la niña hizo un gesto negativo.
Aquella noche Coraline permaneció mucho tiempo despierta. Había dejado de llover, pero, cuando estaba a punto de dormirse, percibió algo que hacía «t-t-t-t». Entonces se incorporó.
Había algo que hacía «cric» ... «crac»
Coraline saltó de la cama y miró hacia el vestíbulo, aunque no vio nada raro. A continuación, fue hasta allí. Del dormitorio de sus padres salían unos ronquidos profundos (su padre) y un murmullo soñoliento e irregular (su madre). Coraline se preguntó si habría oído los ruidos en sueños.
Pero entonces algo se movió.
Era una sombra difusa que se deslizó rápidamente por el oscuro vestíbulo, como si fuera un pedacito de noche.
Confió en que no se tratase de una araña. A Coraline la ponían muy nerviosa esos insectos.
La negra figura entró en el salón, y Coraline la siguió con cierta inquietud. La habitación estaba en penumbra. La única luz procedía del vestíbulo, y Coraline, de pie en la puerta, proyectaba una gran sombra deforme sobre la alfombra del salón: parecía una mujer flaca y gigantesca.
Coraline se debatía entre encender o no las luces cuando vio que la negra figura salía lentamente de debajo del sofá.
Se detuvo y después atravesó la alfombra en silencio hasta llegar al último rincón de la sala.
En esa esquina no había muebles.
Coraline encendió la luz.
En el rincón no había nada. Sólo la vieja puerta que daba a la pared de ladrillos. Estaba segura de que su madre la había cerrado, y, sin embargo, parecía entornada, un poquito abierta. Coraline se acercó y miró hacia el interior: no había nada, únicamente una pared de ladrillos rojos. Por tanto, Coraline cerró la vieja puerta de madera, apagó la luz y se fue a la cama.
Soñó con figuras negras que se deslizaban de un sitio a otro, esquivando la luz, para reunirse bajo la luna. Figuritas negras con ojitos rojos y afilados dientes amarillos.
Figuritas que empezaban a cantar:
Somos pequeñas, pero somos muchas,
somos muchas y somos pequeñas,
estábamos aquí antes de que llegaras,
seguiremos aquí cuando te caigas.
Las voces eran agudas y formaban un rumor levemente quejumbroso. A Coraline la pusieron nerviosa.
Luego Coraline soñó con unos anuncios, y más tarde dejó de soñar.
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